El último portaaviones de Brasil yace en el fondo del mar tras una odisea alucinante que ha durado seis meses e incluye haber cruzado el Atlántico de ida y vuelta a remolque. Unos 15.000 kilómetros recorrió el navío de 265 metros de eslora, 33.000 toneladas de peso y capacidad para transportar 40 aeronaves. Vigilado por una fragata, estaba mar adentro en línea recta frente a Recife (Pernambuco). El mayor buque de la flota brasileña era pura chatarra, pero según los ambientalistas, era una “bomba ambiental” con varias toneladas de amianto y otros componentes tóxicos. Deshacerse de lo que quedaba del portaaviones São Paulo —el casco, la sala de máquinas…— resultó una auténtica pesadilla para la Marina brasileña. El viernes 3 de febrero por la tarde lo hundió a 350 kilómetros mar adentro, en una zona de más de 5.000 metros de profundidad. Submarinistas militares colocaron los explosivos con los que fue volado en aguas brasileñas, en el linde con aguas internacionales.
El buque no podía fondear ya; estaba tan deteriorado que se hundiría. A duras penas se mantenía a flote tras medio año sin encontrar un puerto que lo aceptara para el desguace. El casco “está preparado para recibir las cargas explosivas”, explicaba al teléfono desde Pernambuco horas antes el periodista especializado en asuntos de Defensa Valter Andrade, parte de una red que sigue el minuto a minuto de la crisis. Al veterano fotoperiodista le preocupaba sobre todo la sala de máquinas, que concentra los elementos tóxicos. Los efectos de la voladura controlada pueden ser devastadores para el medio ambiente, advertían los críticos. “Podría ser un mini Chernóbil”, decía Andrade. Ya por la noche, calificaba el hundimiento de “irresponsabilidad”.
La ONG Basel Action Network llegó a apelar al presidente Luiz Inácio Lula da Silva, que no contestó. Su primer mes en el poder ha sido agitadísimo, con un ataque golpista y la destitución fulminante del jefe del Ejército. Y ahora, el portaaviones, el mayor y último de su flota.
“Instamos al presidente Lula, como comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, a parar inmediatamente este plan de hundimiento”, decía en una nota Jim Puckett, director de esta ONG dedicada a vigilar el transporte de materiales tóxicos. “Si la Marina arroja este buque tan tóxico a las profundidades salvajes del océano Atlántico, violará tres tratados medioambientales”.
Que requiriera una tripulación de casi 2.000 marineros da idea del tamaño de la mole. El caso del São Paulo pone el foco en la complejidad de reciclar los buques de guerra o cualquier navío de gran envergadura. Y muestra que, en ocasiones, lo barato sale caro.
Pero volvamos al comienzo. Este es un navío de segunda mano que Brasil le compró a Francia en 2000. Botado en 1959 con el nombre de Foch, estaba a muy buen precio. Las peripecias actuales sorprenden menos a los que sabían que tenía un navío gemelo, el Clemenceau, de la Marina francesa, que también tuvo un final errante por varios países a causa del amianto. Acabó en un astillero británico. El camino hacia el desguace empezó a torcerse de verdad en agosto. La empresa turca Sök Denizcilik lo había comprado por dos millones de dólares (1,9 millones de euros) con el plan de despiezarlo en un astillero de su país. Tirado por un remolcador, el portaviones puso rumbo al Este hasta que, a punto de enfilar el estrecho de Gibraltar y al calor de una campaña de ambientalistas, llegó la decisión que cambiaría su destino final. Turquía retiraba el permiso de atraque tras ser alertada por Basel Action Network y otras ONG que vigilan que los navíos sean eliminados de manera sostenible. La primera estima que llevaba 300 toneladas de materiales peligrosos. Leyes y contratos regulan el final de la vida de estas embarcaciones.
Tras la venta a la empresa turca, el São Paulo fue sometido a una inspección parcial que detectó casi 10 toneladas de amianto en la estructura. Sin embargo, una ONG cuyo nombre es Shipbreaking Platform, evidenció en los análisis realizados la existencia de 760 toneladas de este mineral a bordo.
Varias ONG ambientales organizaron una campaña para que Turquía le negara la entrada. Y así fue. La noticia lo pilló a las puertas de Gibraltar. En cumplimiento de la ley, emprendió el regreso a Brasil.
Durante los tres meses siguientes, sus dueños lo tuvieron navegando en círculos frente al puerto de Suape (Pernambuco, el estado natal de Lula, por cierto) a la espera de que la Marina autorizara el atraque. Jamás llegó el permiso. Sök Denizcilik acabó gastando un dineral imprevisto. Y se hartó. Dejó de pagar al remolcador, el seguro y se desentendió del portaaviones.
La Marina acudió al rescate hace dos semanas y asumió de nuevo el control de la embarcación, recalcando que la empresa propietaria no queda exenta de responsabilidad. Arrastrado por un remolcador militar y vigilado de cerca por la fragata União, fue llevado a alta mar. Mientras, las autoridades buscaban una solución a este delirante quebradero de cabeza protagonizado por un barco que años atrás sufrió una explosión que mató a tres marineros.
La mole era un peligro ambiental y un riesgo para otros barcos que circulan por la zona. Los últimos días fueron frenéticos. El Ministerio de Defensa sostenía que no había alternativa viable a la voladura controlada mientras la agencia de vigilancia ambiental, Ibama, apuntaba que esa decisión iba contra los dictámenes de sus técnicos y pedía a los militares información para “evaluar alternativas para mitigar, reparar y salvaguardar el medio ambiente tras el eventual naufragio”. Sobre el final, hasta hubo un intento de pujar por el buque para convertirlo en un museo, como hacen en Estados Unidos, remacha.
El desgraciado final del navío casa con una carrera que resultó bastante inútil para la Marina brasileña. “En sus 17 años de servicio no llegó a navegar ni un año. Sufrió múltiples problemas porque estaba obsoleto. Fue casi una donación de Francia. Ya entonces pactaron cómo sería la destrucción, en un astillero certificado, etcétera… Creo que en la Marina respiraron aliviados cuando lo vendieron”, dice el periodista De Souza. Los conocedores del precedente del buque gemelo quizá tocaron madera.
En sus últimos días, un pequeño avión sobrevolaba cada mañana y cada tarde el portaaviones para inspeccionarlo. Tenía también la misión de filmar la explosión y cómo el mar se tragaba el último portaaviones de Brasil. La Marina brasileña informó del hundimiento en la nota en la que “rinde legítima reverencia al exbuque aeródromo São Paulo”.
Protesta ambientalista
El hundimiento del portaaviones Sao Paulo arrojó al fondo del mar toneladas de amianto, mercurio, plomo y otras sustancias altamente tóxicas”, declaró Greenpeace en un comunicado y acusó a la Marina brasileña de descuidar la protección de los océanos. El punto geográfico en el que se produjo el naufragio fue elegido por el Centro de Hidrografía de la Marina y el Instituto de Estudios del Mar Almirante Paulo Moreira. Además, señalan el “cumplimiento de todas las medidas de seguridad que garantizan evitar pérdidas logísticas, operativas, ambientales y económicas”.
La eliminación de este tipo de buques lleva años envuelto en polémicas ecologistas, ya que en idéntico caso similar en 2006, protestas obligaron a retornar a Francia al buque “Clemenceau” tras un acuerdo con India. En el caso del “Sao Paulo”, el buque se encontraba en tan mal estado, que Greenpeace monitoreó su ruta entre Brasil y Turquía.
Tensión en el Gobierno brasileño
En el seno del Gobierno brasileño, existieron opiniones distintas acerca de la operación, ya que Marina Silva, ministro de Medio Ambiente, no estaba de acuerdo con la operación, ya que se apoyaba en los postulados de la Fiscalía brasileña alegando riesgo ambiental. Sin embargo, se enfrentaba a la oposición de José Múcio Monteiro, ministro de Defensa brasileño, que apoyaba el hundimiento.